jueves, 21 de febrero de 2008

UN VIENTO FUGAZ

Gloria, como decidimos llamarla, era la chica más linda que habíamos visto. Alta, delgada y de piernas interminablemente largas, siempre usaba polleras y vestidos sueltos que delineaban sus curvas.
Con Pedro nos encantaba verla usando uno celeste en el que parecía flotar y su belleza nos recordaba esas flores que llaman campanillas, porque para nosotros -ella- fue nuestra “gloria mañanera”, y a partir de ese momento ninguna flor fue más linda que la silvestre campanilla que se extendía a lo largo del ferrocarril, ni ninguna mujer fue más hermosa que esa a la que un viento fugaz, nos regaló un día.
Por ella, cada viernes rogábamos por un milagro…repetir el instante y que una vez más, aquel viento breve y repentino que nos mostró “esa Gloria”, nos hiciera olvidar –otra vez- la vida miserable que vivíamos a diario. Después de todo, qué otra cosa podíamos pedir a los catorce años con las hormonas en plena ebullición y Buenos Aires plagada de mujeres hermosas.
Y no era que estuviéramos de vagos, no que vah… si con el Chato (así le decía a Pedro) salíamos todas las mañanas con nuestro banquito de lustrabotas a ganarnos las chirolas del día.
El milagro que esperábamos -que podía pasar o no- tenía día y hora: los viernes entre las doce y la una del mediodía. Ese era nuestro día, el día en qué al terminar el laburo, nos íbamos hasta el Bajo, a la zona de los diques, y nos sentábamos bajo la arboleda a mirar de lejos la Ciudad y “su gente linda” –como le decía Pedro- a esa que andaba perfumada, que vestía ropa cara y miraba siempre para otro lado.
Ese viernes, el sol estaba a pleno, el calor apretaba más que de costumbre y el Chato estaba cargoseando -hacia rato- para que vayamos a los diques, que se estaban levantando unas torres o algo así y quería chusmear un poco. Yo sabía que era verso, que en realidad quería “fugarse” un rato, cruzar por aquel mundo de la gente que estaba mejor que nosotros, sentarse luego a la distancia, bajo la arboleda y mirarlos desde allí. Creer que esa vida era posible. La verdad es que a mi no me gustaba la idea, jamás me gustó soñar…¿para qué? si después lo único que me quedaba era mi propia vida y volver en la noche a que mi viejo -borracho como siempre- me mate a golpes. Ojo, no era culpa de él, era la bebida la que lo ponía así y después que mi vieja se fugó con un punto, se puso peor. No, no era culpa suya, yo lo sabía y por eso y para no sentir más lástima ni tristeza de la que ya sentía, por él y por mí, prefería no poner cosas raras en la cabeza, que se yo… Pero el chato era diferente y aunque tenía una vida mucho peor que la mía, a él sí le gustaba soñar y bueno, ahí nos mandamos.
Estábamos sentados bajo la añosa tipa cuando la vimos venir con su pelo suelto y vestida de cielo… parecía un ángel caído envuelto en el cielo limpio de ese día. Su andar nos dejo mudos y por un rato solo seguimos sus movimientos sin decir nada. Ella se movía con decisión y llevaba colgando de su hombro una pequeña cartera blanca que acompañaba su vaivén. Usaba unas sandalias de taco alto del mismo color que la cartera y en sus manos llevaba lo que parecía ser su almuerzo.
Ante aquella visión, el Chato y yo estábamos mudos y éramos -en todos los sentidos imaginables- como estatuas del Botánico. Repentinamente algo ocurrió, una brisa que soplaba cada vez con más ganas, pasó a ser una ráfaga de viento inesperada, tan inesperada como la visión que de ella tuvimos nosotros. Todo fue celeste, cielo abierto y paraíso, todo fue Gloria de la mañana, viento y felicidad, tuvimos frente a nuestros ojos –por primera vez en nuestras vidas- una mujer como jamás habíamos imaginado en nuestro mejores sueños. Tuvimos por primera vez una mujer de carne y hueso, fresca y hermosa para soñar e imaginar toda la vida.
A partir de ese día nos dimos cuenta (al menos yo lo hice) que hay cosas imprevistas y breves cuya intensidad puede durarnos para siempre y quizás por ellas vale la pena perderse…, dejarse llevar un rato y soñar.
Luego de aquel día, jamás dejamos de almorzar bajo aquella tipa los viernes, y aunque cada mujer que veíamos para nosotros era “nuestra Gloria”, jamás dejamos de pensar en ella, la primera, ni de anhelar en silencio su descuidado paso y la aparición de aquel viento fugaz que -como una ráfaga de deseo- nos llevó a ese mundo oculto tras el vuelo de un vestido. Tan simple como eso, para qué más.
* La imagen tomada de Google.