domingo, 30 de marzo de 2008

Después de tres años de mantener una copiosa, sangrante, pasional e intelectual correspondencia; de sentirse el alma en cada carta, decidimos que había llegado el momento de verse en persona.

Nos conocíamos, pero de otra forma. Nos conocíamos el espíritu, las ganas y las ausencias. Nos respetábamos y admirábamos mutuamente y tal vez hasta nos amábamos más allá de los cuerpos desconocidos hasta el momento.
Nos conocíamos tanto que nos dibujábamos, nos borrábamos y volvíamos a dibujar, de la manera que nos venía en ganas. Éramos, a nuestro modo, los seres más libres de la tierra. Éramos Felices.
Quizás por eso, cuando dijiste que había llegado el momento de conocernos, tuve dudas. Conocer quien está detrás del pseudónimo, podía llegar a matar lo que teníamos entre los dos –fuera lo que fuera- y podría llegar a lastimarnos. Quizás, “trigueña de ojos verdes” y “atractivo de elegante sport”, no estuvieran preparados para mirarse, ver y reconocerse, más allá de esa forma irreal que ambos habíamos creado.
Sinceramente, me moría de miedo al imaginar que daría un cuerpo físico a esa belleza desconocida que crecía tras cada nueva carta.
Nos citamos un domingo, a las cuatro y media de la tarde, en uno de esos Store de Café nuevos que estaban surgiendo como hongos en Buenos Aires.
Acordamos además, que nos reconoceríamos porque cada uno llevaría un libro a la cita: Dostoievski, vos; Bukowski, yo.
Llegue al café más que puntual con mi libro en la mano y apenas entré, mi vista recorrió como un relámpago las mesas del lugar: cerca de la entrada un matrimonio mayor tomaba un te de hierbas con strudel de manzana. En el centro del Salón, cuatro amigos miraban, riendo alegremente, lo que parecía ser un álbum de fotos. Y al fondo, con vista al dique un hombre atractivo de elegante sport miraba un velero que pasaba por el canal, con un libro en la mesa….
¡Estabas ahí!, ¡Habías ido! Me quedé mirándote unos instantes apenas, adaptando tu imagen a la que había formado durante estos. Todo duró un instante apenas, pero para mí, ese momento fue eterno.
Lentamente me dirigí hacia donde estabas sentado y a cada paso miraba tu pelo, tus manos, tu libro; tu atractivo perfil contemplando el canal, tu impecable elegante sport, tu libro. Estando más cerca, observe que era “Los Karamazov”, un favorito para ti que releías por tercera vez.
Finalmente, logré reponerme de la emoción y a menos de un metro de distancia respiré lo más profundo que pude para decir:
-¡Hola!-
-Hola…-me dijiste iluminando el lugar con tus ojos.
-¿Me puedo sentar? -pregunte con cierta solemnidad.
-Pero por favor, toma asiento -dijiste acompañando tus palabras con una ademán de perfecto caballero, mientras me acercabas la silla.
-Bueno…¿Soy lo que esperabas? –pregunte con miedo.
-No esperaba más ni menos que lo que estoy viendo –dijiste notoriamente satisfecho.
-Bueno, aquí estamos entonces -dije muy nerviosa– ¿Y ahora? -le pregunté mientras miraba sus ojos inmensos brillando de emoción.
-No se, vos dirás…-dijo él y continuó, -Viniste tan decidida que seguro tendrás algo en mente.
Quedé completamente desconcertada, y en ese desconcierto cruzó por mi mente que en realidad en sus ojos quizás no había brillo, sino voluptuosidad y pensé que si aguzaba mi vista, hasta podía verse un minúsculo hilo de baba amarronada –producto del americano que estaba tomando- deslizarse sin reparos.
No, realmente no entendía su actitud y ese ser que veía a los ojos, me estaba incomodando por primera vez en mi vida.
Respiré profundo por segunda vez y dije:
-Mirá, lo único que tengo en mente es lo mismo que vos- le dije algo nerviosa pero pensando que era una broma, un modo gracioso de romper el hielo.
-¿No querías conocerme acaso? –le pregunté bastante molesta.
Entonces esa boca que ya dejaba ver una mueca de lascivia incontenible, junto a un horroroso colgajo semitransparente del que yo no podía apartar los ojos, escupió letra por letra un fárrago de palabras irreproducibles, sino solo en sus tres primeras frases:
-Pero que te pasa loca!, ¡De donde saliste!...!Yo a vos ni te conozco!
-P e r o s i y o…(…) -no pude hablar más.
Lo veía hablar y gesticular, pero no escuchaba nada de lo que decía. El mozo del lugar, a esa altura ya estaba al lado mío, (en realidad a mis espaldas) e intentaba que el fulano que gesticulaba a cuatro manos no me toque. Yo solo lloraba y repetía mentalmente cada una de las cartas que me sabía de memoria para no terminar de matar tu imagen, porque no podía esa bestia inmunda darte un tiro de gracia como si no hubieras sido nada.
Busqué -con las últimas fuerzas que me quedaban- frenéticamente un pañuelo de papel en mi cartera y mientras secaba las lagrimas en las que ya me ahogaba, dije con toda la dignidad de que fui capaz:
-Decíme ¿Vos estás loco o qué? -¿Para que me citaste acá? ¿Para esto?
-¡¡Peroo si a voss ni te conozcoo!! LOCAAA!!! Me querés levantar como el mejor y cuando te doy calce ¿saltas así? LOCA… ¡Tómatela de acá!
-Clarooo!! …Entonces seguro tampoco sabes quien es Dostoievski o para que lo trajiste!!!
-¿¿DOSTOQUE?? -¡¡El LIBRO!!, ¡¡EL LIBRO QUE TENES AHÍ!! –le dije gritando fuera de mí y señalando el mamotreto que tenía en la mesa.
-¿ESA COSA?, ESA COSA NO ES MIA! –dijo completamente sacado.
Desde el ventanal frente al que estaba parada, se veía el canal, los pequeños veleros que participaban de una Regata y el reloj de la Torre.
Cuando la última campanada que marcaba las cinco de la tarde me sacudió el alma, el mamarracho que gritaba minutos antes, se encontraba sentado en la mesa de frente. Tanto el mozo del lugar, como el encargado estaban parados al lado mío y le habían servido una tisana de nombre impronunciable y a mi me estaban acercando un te aromático de verbena, más pañuelos de papel y una silla. La pareja mayor se había retirado ni bien empezaron los gritos. Los muchachos, se quedaron en el lugar, pero ya no se reían, ni siquiera hablaban. En realidad las pocas personas que habían quedado, clientes y empleados del lugar estaban en silencio.
Con la quinta y última campanada en el recuerdo, con el te caliente devolviéndome –al menos- algo de paz, comencé a mirar el libro de un solo tomo que estaba en un extremo de la mesa: “Fiodor M. Dostoievski - Los hermanos Karamázov”. La sobria ilustración, el rojo de una más roja sangre pincelado en la blanca tapa. Me quede pensando. Las palabras de aquel completo desconocido me habían quedado gravadas y como un eco sin fin chocaban contra mis ojos: “Esa cosa no es mía” … “Esa cosa no es mía”…”Esa cosa no es mía”, entonces ¿De quien era?
-Señor -le dije con la voz más queda que fui capaz de modular
– Ese Libro, ¿Cómo llegó a su mesa?.
Una voz que si bien ya no gritaba, sonaba visiblemente molesta, contestó de mala gana:
-UN TIPO, LOCO COMO VOS, SEGURO, ME LO DEJO HACE UN RATO EN LA MESA Y SE FUE.
Dentro del libro, una carta sin ensobrar, y con la firma de “atractivo de elegante sport”, en una desordenada, rápida y casi ininteligible caligrafía explicaban los motivos de tu ausencia.